El concepto de elegancia sólo tiene sentido en un contexto cultural determinado, ya que el aspecto exterior que se considera correcto y elegante en un país árabe, por ejemplo, poco tiene que ver con el aconsejable en Australia.
La moda, entendida como la preferencia del gusto sobre la pura necesidad, había surgido en Europa a finales del siglo XIV. Hasta entonces las variaciones en las formas de las prendas tenían su origen en factores sociales o económicos, no estéticos. Con la moda comenzaron a producirse, de modo periódico cambios en los trajes, menos influidos por la necesidad que por la búsqueda de innovaciones estéticas. Consecuencia inevitable de ello fue el desarrollo de intereses comerciales que llevaron a efectuar alteraciones aceleradas y artificiales en los modelos para que todos los años hubiera razones que llevasen a comprar más prendas, aun teniendo las anteriores en perfecto estado.
El nacimiento de la alta costura en el periodo de entreguerras del siglo XX marcará el cénit de este fenómeno. Tras la segunda Guerra Mundial, con la invención de “prêt-à-porter” (listo para llevar, es decir, moda confeccionada industrialmente), las clases medias y populares acceden a la moda y, así, crece y se potencia un sector comercial que ha llegado hasta hoy pleno de vida.
Se han escrito infinidad de definiciones acerca de lo que debe entenderse por moda. Una de las más certeras es la acuñada por Lola Gavarrón, para quien la moda es la posibilidad de vestirse por placer y no por necesidad.
En términos generales no procede aconsejar que los dictados de la moda sean seguidos con rigidez, pues ello denotaría una pobre falta de criterio. Sin embargo, sería también un grave error pretender ignorarla, pues la moda es un reflejo de la forma de vida por la que la sociedad ha optado en cada momento. Lo recomendable es buscar equilibrio, fruto de una decisión personal, entre la elegancia y la naturalidad o sencillez. La moda señala unas líneas generales que es necesario conocer: tejidos recomendables, colores, estilos de corte de los vestidos…, pero después, cada persona ha de saber que prendas le convienen más, y cuáles no, de entre las que se consideran ajustadas a la moda.
Elegancia es una palabra que procede del término latino “elegans” que a su vez deriva del latín “eligere” o elegir. De acuerdo con esta etimología, la persona elegante es la que ha sabido elegir, entre todas las prendas posibles, aquellas que mejor le sientan o más le favorecen, las que disimulen los defectos y resalten las virtudes de su cuerpo.
Existen otras definiciones de elegancia que acentúan más la discreción del vestido. George (“Beau”) Brummel, el árbitro de la moda de la época victoriana, decía que una persona elegante es aquella que ha estado en un lugar concurrido de gente y nadie la puede recordar. Marcel Proust se refería a un concepto similar cuando escribió: “se podía hablar del silencio de la ropa, del maravilloso silencio del vestido, del momento en que el cuerpo y el vestido son uno sólo, cuando uno olvida completamente lo que lleva, cuando el vestido ya no habla y te sientes tan cómodo vestido como desnudo, ¿no será esa la elegancia, el olvido total de lo que llevamos puesto?”.
En tiempos más recientes, se ha dicho que un hombre bien vestido es aquel que tiene el aire de haber comprado su ropa inteligentemente, habérsela colocado con esmero, y después, haberse olvidado de ella.
En general, y como se puede ver en las definiciones anteriores, elegancia y moda son términos “hermanos” de otros como naturalidad, armonía, prudencia y buen gusto. Nunca será elegante una indumentaria que la mayoría de las personas juzguen como excéntrica, radical, o demasiado atrevida. Discreción y sencillez serán siempre preferibles a ostentación y exageración.
El buen gusto es, en principio, independiente de las posibilidades económicas de cada uno. Por ello, algunas personas consiguen con muy poco dinero una presencia mucho más elegante que otras que, aunque pueden adquirir prendas de elevado valor, no son capaces de elegir o combinar las que realmente favorezcan su imagen.
La moda, entendida como la preferencia del gusto sobre la pura necesidad, había surgido en Europa a finales del siglo XIV. Hasta entonces las variaciones en las formas de las prendas tenían su origen en factores sociales o económicos, no estéticos. Con la moda comenzaron a producirse, de modo periódico cambios en los trajes, menos influidos por la necesidad que por la búsqueda de innovaciones estéticas. Consecuencia inevitable de ello fue el desarrollo de intereses comerciales que llevaron a efectuar alteraciones aceleradas y artificiales en los modelos para que todos los años hubiera razones que llevasen a comprar más prendas, aun teniendo las anteriores en perfecto estado.
El nacimiento de la alta costura en el periodo de entreguerras del siglo XX marcará el cénit de este fenómeno. Tras la segunda Guerra Mundial, con la invención de “prêt-à-porter” (listo para llevar, es decir, moda confeccionada industrialmente), las clases medias y populares acceden a la moda y, así, crece y se potencia un sector comercial que ha llegado hasta hoy pleno de vida.
Se han escrito infinidad de definiciones acerca de lo que debe entenderse por moda. Una de las más certeras es la acuñada por Lola Gavarrón, para quien la moda es la posibilidad de vestirse por placer y no por necesidad.
En términos generales no procede aconsejar que los dictados de la moda sean seguidos con rigidez, pues ello denotaría una pobre falta de criterio. Sin embargo, sería también un grave error pretender ignorarla, pues la moda es un reflejo de la forma de vida por la que la sociedad ha optado en cada momento. Lo recomendable es buscar equilibrio, fruto de una decisión personal, entre la elegancia y la naturalidad o sencillez. La moda señala unas líneas generales que es necesario conocer: tejidos recomendables, colores, estilos de corte de los vestidos…, pero después, cada persona ha de saber que prendas le convienen más, y cuáles no, de entre las que se consideran ajustadas a la moda.
Elegancia es una palabra que procede del término latino “elegans” que a su vez deriva del latín “eligere” o elegir. De acuerdo con esta etimología, la persona elegante es la que ha sabido elegir, entre todas las prendas posibles, aquellas que mejor le sientan o más le favorecen, las que disimulen los defectos y resalten las virtudes de su cuerpo.
Existen otras definiciones de elegancia que acentúan más la discreción del vestido. George (“Beau”) Brummel, el árbitro de la moda de la época victoriana, decía que una persona elegante es aquella que ha estado en un lugar concurrido de gente y nadie la puede recordar. Marcel Proust se refería a un concepto similar cuando escribió: “se podía hablar del silencio de la ropa, del maravilloso silencio del vestido, del momento en que el cuerpo y el vestido son uno sólo, cuando uno olvida completamente lo que lleva, cuando el vestido ya no habla y te sientes tan cómodo vestido como desnudo, ¿no será esa la elegancia, el olvido total de lo que llevamos puesto?”.
En tiempos más recientes, se ha dicho que un hombre bien vestido es aquel que tiene el aire de haber comprado su ropa inteligentemente, habérsela colocado con esmero, y después, haberse olvidado de ella.
En general, y como se puede ver en las definiciones anteriores, elegancia y moda son términos “hermanos” de otros como naturalidad, armonía, prudencia y buen gusto. Nunca será elegante una indumentaria que la mayoría de las personas juzguen como excéntrica, radical, o demasiado atrevida. Discreción y sencillez serán siempre preferibles a ostentación y exageración.
El buen gusto es, en principio, independiente de las posibilidades económicas de cada uno. Por ello, algunas personas consiguen con muy poco dinero una presencia mucho más elegante que otras que, aunque pueden adquirir prendas de elevado valor, no son capaces de elegir o combinar las que realmente favorezcan su imagen.