Se suele decir que el periodo más critico en el primer encuentro son los primeros cuatro o cinco minutos iniciales. Las impresiones formadas en este tiempo tenderán a persistir e incluso a ser reforzadas por el comportamiento posterior al sujeto, que no será interpretado ya objetivamente sino conforme a dichas primeras valoraciones.
La importancia de la primera impresión que nos causan los demás es decisiva, pues crea en nuestra mente una representación que se convierte en un verdadero prejuicio difícil de modificar. Todos asociamos la imagen de cada persona con ciertos juicios o valores, de modo que nuestro inconsciente genera una especie de filtro que nos hace receptivos a los datos que coincidan con esa imagen y refractarios frente a los que no correspondan a tal esquema. Como reza sabiamente una máxima muy antigua: “nunca se tiene una segunda oportunidad de dar una primera impresión favorable”
Ser uno mismo
Una buena imagen es la que nos sienta bien. Por tanto la primera regla es la subjetividad: lo que para unos resulta atractivo o elegante; para otros puede ser un elemento distorsionador o grotesco. La segunda regla es la sinceridad con uno mismo: de nada sirve pretender ocultar o negar los rasgos fundamentales de nuestro físico o de nuestro carácter. Una persona calva, de estatura baja o talle grueso no será por ello menos atractiva que otras que sean de largos cabellos, altas o delgadas. Otros muchos factores (singularmente, el carácter, el estilo y la forma de hablar y de comportarse) serán los que compongan el cuadro completo de su imagen personal. Hay quienes tienen una envidiable capacidad para convertir los defectos en virtudes.
La manera más segura para que los demás juzguen de forma negativa durante los primeros minutos es sentirse mal consigo mismo. A la inversa, el punto de partida para garantizar un rápida y favorable primera impresión es estar a gusto con uno mismo.
Las apariencias no engañan
La gente le toma a uno por lo que aparenta, de modo que, en principio, no es lógico pretender que nos consideren un caballero si, por ejemplo, vestimos desaliñadamente. Oscar Wilde, con su extremismo característico, llegó a escribir que “solo un imbécil no juzga por las apariencias”.
A pesar de que es habitual encontrarse con máximas que insisten en que lo único que cuenta es la belleza interior, la investigación sugiere que la belleza exterior o atractivo físico desempeña un papel muy influyente en las reacciones que se producen en los encuentros personales. En un primer momento, reaccionamos de un modo más positivo ante aquellas personas que percibimos como más simpáticas y atrayentes.
Se sabe también que algunos de los mayores triunfos en el mundo de los negocios corresponden a hombres que, además de sus conocimientos, poseen la capacidad de comunicarse bien y de saber vender tanto sus ideas como su personalidad.
El siglo de la imagen
El “boom” de la publicidad masiva, que se originó en estados Unidos en los años sesenta y que se tradujo en que todas las empresas estimulasen las ventas de sus productos a través de la capacidad de seducción de la imagen, hizo recobrar vigencia al viejo proverbio chino de que “una imagen vale más que mil palabras”. En la actualidad no sólo se venden coches y lavadoras asociando su imagen a la de mujeres y hombres hermosos, sino que hasta los líderes políticos y sociales basan una buena parte de su éxito en cuidadosos estudios de empresas especializadas que les indican cómo deben vestir y cuáles han de ser sus gestos ante los distintos auditorios. Se ha dicho, con mucha razón, que el siglo XX es el siglo de la imagen.
En una sociedad tan competitiva como la contemporánea, la capacidad para ejercer una influencia sobre los demás es un requisito mínimo para todo aquel que aspire a ejercer cualquier clase de liderazgo. El carisma, entendido como poder de comunicación y seducción, es lo que ha caracterizado s los grandes personajes históricos desde Alejandro Magno a John F. Kennedy.
Es verdad que existen valores mucho más transcendentes en el hombre que los puramente formales. Decía Don Quijote a su escudero “advierte, Sancho, que hay dos maneras de hermosuras;: una del alma y otra del cuerpo; la del alma campea y se muestra en el entendimiento, en la honestidad, en el buen proceder, en la liberalidad y en la buena conducta, y todas estas partes caben y pueden estar en un hombre feo, y cuando se pone la mira en esta hermosura y no en la del cuerpo suele nacer el amor con ímpetu y con ventajas”.
En todo caso hay que saber ajustar el impacto que crea nuestra imagen y lo que queremos conseguir. No debe olvidarse que la originalidad tiene un precio: salvo en casos excepcionales, a los que la sociedad da una licencia singular (artistas, personajes públicos, etc.), el comportamiento raro y poco común genera habitualmente tensión y antipatía más que admiración.
La importancia de la primera impresión que nos causan los demás es decisiva, pues crea en nuestra mente una representación que se convierte en un verdadero prejuicio difícil de modificar. Todos asociamos la imagen de cada persona con ciertos juicios o valores, de modo que nuestro inconsciente genera una especie de filtro que nos hace receptivos a los datos que coincidan con esa imagen y refractarios frente a los que no correspondan a tal esquema. Como reza sabiamente una máxima muy antigua: “nunca se tiene una segunda oportunidad de dar una primera impresión favorable”
Ser uno mismo
Una buena imagen es la que nos sienta bien. Por tanto la primera regla es la subjetividad: lo que para unos resulta atractivo o elegante; para otros puede ser un elemento distorsionador o grotesco. La segunda regla es la sinceridad con uno mismo: de nada sirve pretender ocultar o negar los rasgos fundamentales de nuestro físico o de nuestro carácter. Una persona calva, de estatura baja o talle grueso no será por ello menos atractiva que otras que sean de largos cabellos, altas o delgadas. Otros muchos factores (singularmente, el carácter, el estilo y la forma de hablar y de comportarse) serán los que compongan el cuadro completo de su imagen personal. Hay quienes tienen una envidiable capacidad para convertir los defectos en virtudes.
La manera más segura para que los demás juzguen de forma negativa durante los primeros minutos es sentirse mal consigo mismo. A la inversa, el punto de partida para garantizar un rápida y favorable primera impresión es estar a gusto con uno mismo.
Las apariencias no engañan
La gente le toma a uno por lo que aparenta, de modo que, en principio, no es lógico pretender que nos consideren un caballero si, por ejemplo, vestimos desaliñadamente. Oscar Wilde, con su extremismo característico, llegó a escribir que “solo un imbécil no juzga por las apariencias”.
A pesar de que es habitual encontrarse con máximas que insisten en que lo único que cuenta es la belleza interior, la investigación sugiere que la belleza exterior o atractivo físico desempeña un papel muy influyente en las reacciones que se producen en los encuentros personales. En un primer momento, reaccionamos de un modo más positivo ante aquellas personas que percibimos como más simpáticas y atrayentes.
Se sabe también que algunos de los mayores triunfos en el mundo de los negocios corresponden a hombres que, además de sus conocimientos, poseen la capacidad de comunicarse bien y de saber vender tanto sus ideas como su personalidad.
El siglo de la imagen
El “boom” de la publicidad masiva, que se originó en estados Unidos en los años sesenta y que se tradujo en que todas las empresas estimulasen las ventas de sus productos a través de la capacidad de seducción de la imagen, hizo recobrar vigencia al viejo proverbio chino de que “una imagen vale más que mil palabras”. En la actualidad no sólo se venden coches y lavadoras asociando su imagen a la de mujeres y hombres hermosos, sino que hasta los líderes políticos y sociales basan una buena parte de su éxito en cuidadosos estudios de empresas especializadas que les indican cómo deben vestir y cuáles han de ser sus gestos ante los distintos auditorios. Se ha dicho, con mucha razón, que el siglo XX es el siglo de la imagen.
En una sociedad tan competitiva como la contemporánea, la capacidad para ejercer una influencia sobre los demás es un requisito mínimo para todo aquel que aspire a ejercer cualquier clase de liderazgo. El carisma, entendido como poder de comunicación y seducción, es lo que ha caracterizado s los grandes personajes históricos desde Alejandro Magno a John F. Kennedy.
Es verdad que existen valores mucho más transcendentes en el hombre que los puramente formales. Decía Don Quijote a su escudero “advierte, Sancho, que hay dos maneras de hermosuras;: una del alma y otra del cuerpo; la del alma campea y se muestra en el entendimiento, en la honestidad, en el buen proceder, en la liberalidad y en la buena conducta, y todas estas partes caben y pueden estar en un hombre feo, y cuando se pone la mira en esta hermosura y no en la del cuerpo suele nacer el amor con ímpetu y con ventajas”.
En todo caso hay que saber ajustar el impacto que crea nuestra imagen y lo que queremos conseguir. No debe olvidarse que la originalidad tiene un precio: salvo en casos excepcionales, a los que la sociedad da una licencia singular (artistas, personajes públicos, etc.), el comportamiento raro y poco común genera habitualmente tensión y antipatía más que admiración.